Mayo 10, 2004

EL GURU TRAMPOSO

Dr. Cork Wine me habló de un encuentro que tuvo en Bombay con un joven uruguayo que había dejado atrás su país para ir en busca del conocimiento musical a través del estudio del sitar.
“Era un joven que vivía en Pocitos de buen pasar económico y que se había enfrentado a sus padres más de una vez. Su progenitor, un famoso abogado, vivía en su mundo de caballos de carrera, sus negocios y su estudio jurídico. En algún encuentro ocasional nos encontramos hablando acerca de los aspectos más profundos de la vida. El amor, la muerte, la espiritualidad, el sexo y otras cosas de mutuo interés. Lo que siempre me ocultó fuertemente fue su fascinación por la música hindú. Una vez rechazada todas las propuestas de su padre de estudiar o dirigir una de sus varias empresas, le pidió dinero a su madre y partió hacia la India. Allí recorrió varias ciudades y se estableció en una pequeña aldea al sur de Calcuta donde recibió las primeras instrucciones en el desarrollo de la técnica del sitar. Atrás había quedado George Harrison, atrás también había quedado el maestro Ravi Shankar. No era un muchacho que le interesase en lo más mínimo lo uruguayo, no fue el típico emigrante que en sus momentos de depresión se le daba por escuchar a Los Olimareños, Zitarrosa o Gardel. Vivía en ese mundo de complejas escalas, de sonidos similares a mosquitos que le atacaban ferozmente como en la pobre casa que le tocó vivir en ese difícil país.
El abogado me enviaba continuamente mails para decirme que entrara en contacto con él y lo hiciera volver a la “normalidad”. No quise ponerme a definir algo tan estúpido como quién es normal y quién no lo es. Sus palabras me conmovían ya que tenía el sentimiento propio de cualquier padre del mundo. Pero por otro lado notaba la insaciable necesidad de ese joven de aprender algo tan misterioso como simple, la música desde una visión alejada de lo que un occidental pueda aprehender.
Por mucho tiempo recogí libros sobre la cultura hindú y terminé escuchando los interminables sermones de los Hare Krishna, pocas oportunidades que tenemos los montevideanos de acercarnos a una cultura tan milenaria y tan diferente.
No creo en la reencarnación, no cambiaría un asado por una cena vegetariana y menos leería un libro entero sobre Gandhi, personaje interesante pero demasiado austero para mi estructura harto burguesa. Traté de hallar lo patológico en la situación pero me cansó el tema y decidí abandonarlo totalmente.
A mediados del ochenta y cinco un pariente mío residente en Bombay me invitó para pasar unas semanas en ese lugar tan exótico. Allí pude ver ciertas películas sobre héroes que conformaban esa inmensa mitología de ese pueblo. Pude observar la discreta belleza de sus mujeres y finalmente pude regodearme del asco más profundo. Visité Calcuta, Nueva Delhi y otros lugares, recorrí en trenes, ómnibus, camiones y caminatas interminables con su gente y pude más o menos acercarme a una mínima parte de lo que la India implica. Mi pariente dijo que él ya se había acostumbrado. Su mujer quería huir a Kenia, otro espacio de ex dominación británica, pero él decidió quedarse. “Todavía se respira algo de nuestros ancestros aquí.” - explicó mientras miraba fijamente un pequeño retrato de la reina. No hubo un solo momento en que no haya pensado en cruzarme con ese muchacho músico, su vida, sus deseos, como se desarrollarían en un lugar tan bello e infame. Si había logrado alcanzar lo máximo o lo mínimo. Si su vida ahora tenía algún sentido.
Y fue, entonces que en Bombay me lo crucé, estaba vestido de blanco, los cabellos castaños larguísimos, la barba sin cuidar, el olor a sudor penetrante, sus dedos rancios.
Le pregunté cómo iban sus estudios y contestó que ahora podía decir que el sitar era como una guitarra para él. No había llegado a ningún conocimiento profundo pero tenía oficio.
Juntaba cosas de la basura para alimentarse y lo invité con un almuerzo frugal. Ya no podía devorar como años atrás, su estilo de vida había cambiado radicalmente, sólo comer algo, alguna cosita para subsistir. Me dijo que le acompañara hasta una pequeña casa donde estaban sus tesoros : dos sitar, uno regalado por su maestro, el otro hecho por un luthier uruguayo, famoso por dedicarse a ese sutil trabajo. Pude ver la sencillez de su vida, pude notar su locura mágica e intrascendente. Me senté en el piso y comenzó a tocar para mí. Quedé extasiado y de ahí en más tengo algun cd de esa música maravillosa.
Cuando volví al Uruguay me encontré con su padre y su preocupación de siempre. Me preguntó inmediatamente por él. Tuve que contestarle que vivía bien, que daba recitales por toda la India, que manejaba un auto lujoso y que pronto se casaría con una bella mujer de Calcuta. El tipo sonrió, “fundó su propia empresa” aseveró el veterano feliz y sin sentimiento de culpa. El abogado se fue contento, su hijo había triunfado, no tendría jamás noticias de él por eso me di el lujo de mentirle gentilmente. Nunca más supe de ellos dos. Pero puedo aseverar Iribarren, que los sueños, sueños son. Y que la mentira a veces es necesaria.”
Por un tiempo no vi al Dr. Cork, un dejo de moralina no me lo permitía, pero comprendí que la verdad es un hueso duro de roer, y a veces es necesario escapar, o dejarse caer.

Escrito por Martxoa en: Mayo 10, 2004 01:25 AM | TrackBack
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